Hoy es 19 de octubre, Día Mundial contra el Cáncer de Mama. Todo se llena de lacitos de color de rosa y se habla de luchas y batallas contra el cáncer.
La gente comparte infografías de color rosa y dibujos bonitos y mensajes para la concienciación, haciendo una llamada colectiva en la importancia de la autoexploración y la detección precoz del cáncer de mama. Pero no enseñan un pecho real, no sea cosa que sea obsceno y provocador, porque el pecho femenino siempre está sexualizado.
Este tipo de cáncer afecta mayoritariamente a las mujeres, de hecho es la primera causa de muerte por cáncer en España, por delante del colorrectal y de pulmón, pero también es uno de los que hay más tasa de supervivencia si se detecta de forma temprana. La incidencia en hombres es muy baja (alrededor del 1% del total de diagnósticos) en comparación. Según la AECC, en 2024 se diagnosticaron 25.875 casos de cáncer de mama en España.
Mi madre es una de las 6.518 mujeres que murieron en 2023 a consecuencia de un cáncer de mama.
Mi madre es una de las 6.518 mujeres (INE) que murieron en 2023 por cáncer de mama . En dos días hará dos años que se fue y creo que es un buen momento para contar su historia.

Cuando recuerdo el proceso me doy cuenta que hay partes que tengo un tanto borrosas. Los tiempos se diluyen porque parece que pasó poco y mucho tiempo a la vez. Fueron tiempos raros y con la pandemia de por medio.
El cáncer es miedo. Miedo a lo que vendrá. Miedo a ir al oncólogo. Miedo a los resultados de las pruebas. Miedo a que la medicación sea demasiado fuerte. Miedo para los pacientes, pero también para los familiares.
El final del confinamiento y el principio del cáncer
A mi madre le diagnosticaron un cáncer de mama en agosto de 2020. No era uno de los «normales», sino que era inflamatorio, lo que complicaba un poco las cosas. Antes del confinamiento se había hecho una eco y le habían dicho que tenía «líquido», que podía empezar a salir solo o sino se lo tendrían que sacar. Llegó el confinamiento y a principios de verano empezaron las pruebas, prácticamente a escondidas para no preocupar a nadie, porque el pecho se estaba poniendo feo.
El cáncer de mama inflamatorio representa entre el 2% y el 6% del total de casos de cáncer de mama.
La incidencia de este tipo de cáncer representa entre el 2% y 6% del total de casos de cáncer de mama, según el MD Anderson Cancer Center de Madrid. ¿El problema? El diagnóstico. Cuando se produce suele estar extendido a otras partes del cuerpo. En el caso de mi madre fue agresivo, pero a la vez no tanto. ¿Por qué? Porque aguantó con relativamente buena calidad de vida alrededor de tres años.
El protocolo era el siguiente: cuatro sesiones de quimioterapia con un fármaco y doce más cortitas con otro fármaco. Después la idea era valorar la evolución y operar. En ese momento tomé la decisión de quedarme en Mallorca para acompañarla en ese proceso. Un proceso del que todos pensamos que saldría. Pero no.
En septiembre del 2020 empezó la quimio con una úlcera en el pecho, del propio cáncer, que precisaba curas diarias al principio. Ella no quería enseñármelo y entiendo el motivo porque las cosas como son: el primer vistazo fue el que más me impresionó. Después de eso quedé un poco curada de espanto.
La caída del pelo la llevó bien. Tanto ella como yo pensamos que nos chocaría, que nos impactaría, pero la verdad es que no. También se fue cortando el pelo de forma progresiva. Dejó atrás la melena para cortárselo a la altura de los hombros. Después se lo cortó un poco dos veces más hasta que llegó el punto de raparse porque no quedaba otra. Nos habíamos preparado. Habíamos ido a una tienda de pelucas a comprar una y también tenía varios pañuelos y gorritos. Verla rapada no me impresionó y a ella tampoco. Utilizaba la peluca para salir de casa, pero dentro siempre llevaba un gorro.
Inició la quimio sin los resultados del PET-TAC y cuando nos los dieron fue un jarro de agua fría. Metástasis por aquí y por allá. En los ganglios linfáticos y en los huesos. Pero no fue el único shock, porque el cáncer al poco de empezar el tratamiento atacó al otro pecho, pero de otra forma, sin inflamar. Así que priorizaron terminar la quimioterapia y la derivaron a Son Espases para que le dieran un fármaco hospitalario, el ibrance o palbociclib, que tomaba junto al arosamil o exemestado, un tratamiento hormonal.
Estuvo un tiempo con ese tratamiento, pero había señales de que no funcionaba. Mi madre lo decía, lo repetía, pero la oncóloga no le hacía mucho caso, se miraba justo el historial e incluso despreciaba los informes de otros médicos que sí se preocuparon por ella. Durante unos meses tuvo unos picores y una sintomatología que el dermatólogo relacionó con la ingesta del ibrance. Explicó que podía ser lupus. Pero pasó totalmente del informe. En una de las visitas dijo que habían terminado todo los tratamientos porque ella era triple negativo (otra variedad del cáncer de mama), cosa que no era. En otra ocasión pasó del «no se puede operar» a «se puede operar» para después volver a «no se puede operar», enviándonos a la unidad de mama sin ninguna explicación. Fue un cuadro llegar allí, ver a las doctoras de la unidad reunidas y pensando que teníamos toda la información, que sabíamos por qué estábamos allí. Pero no.
Con el tiempo mi mente ha olvidado o ha bloqueado ciertas cosas, pero lo que sí recuerdo es la indignación, la cara de mi madre y el sudor frío que nos entró cuando la oncóloga que, cambiaba constantemente de parecer, le dijo que «tanmateix no te curaràs». Que igualmente no se iba a curar. Con cierto paternalismo y con toda la frialdad del mundo. Como si estuviéramos haciéndole perder el tiempo.

No es agradable de oir, ni como paciente ni como familiar. Es un hecho que sí, se tiene que decir. Hay enfermedades que pintan muy mal y hay muchas formas de decirlo. Pero aquí ni delicadeza ni tampoco seriedad. Lo podría excusar en «ha tenido un mal día» si no fuera porque en cada consulta parecía que la hacíamos perder el tiempo. Mi madre preguntaba, yo preguntaba. Me parece lícito cuando no se tiene ni puñetera idea de estos ámbitos. Ante la duda, se pregunta.
Dicen que la actitud durante el tratamiento es fundamental y la verdad es que mi madre la tuvo durante todo el proceso, desde el primer diagnóstico. Solamente se desanimó en el último medio año, pero no le faltaban las ganas de luchar, de seguir adelante y de vivir. Mi madre se frustraba cuando veía que el cáncer iba a más y no le hacían caso, minimizaban lo que sentía. Ella decía una y otra vez «si no me lo viera, no diría nada, pero me lo veo».
Cuando el cáncer botó a la piel, mi madre decía una y otra vez a la oncóloga: «si no me lo viera, no diría nada, pero me lo veo».
Desde el primer diagnóstico acudía a psicooncología y hasta la psicóloga vio la endereza que tenía, aunque por otra parte mi madre era de esas personas que se preocupaba más por los demás que por ella misma. De hecho, el día de la primera biopsia le pedí que me prometiera que pensaría más en ella, tanto si salía bien la prueba como si no. Me dijo que sí, pero no lo llegó a cumplir del todo.
En verano de 2021, el cáncer atacó a la piel y le empezaron a salir una especie de «bultos» alrededor del pecho y el escote. Le dieron tres tratamientos de radioterapia, pero no sería la última.
La segunda opinión y tratamiento en el IVO
Mi madre luchaba para tener el mejor tratamiento, para que le hicieran caso. Y lo hizo. En septiembre del 2021 pedimos una segunda opinión en el IVO. Mandamos todos los informes y tuvimos la cita por videollamada con un 10 de oncólogo que, desde un primer momento y sin conocerla de nada, tuvo toda la humanidad del mundo. La tranquilizó, contestó a todas sus preguntas, dudas y miedos. Hizo una serie de recomendaciones y un informe para que entregáramos a la oncóloga de Mallorca, pero la doctora no hizo nada. No quiso cambiar el tratamiento y pasó olímpicamente de la segunda opinión. Quería continuar con el mismo tratamiento cuando había señales de que había dejado de funcionar.
Ahí fue cuando mi madre dejó de ir a Son Espases y pasó al Hospital de Manacor. La oncóloga del Hospital de Manacor era más delicada y le recomendó buscar un ensayo clínico en el IVO, que tenían. Estuvimos muy poco en Manacor, pero la atención fue buena y humana.

Desde marzo de 2022 a junio de 2023, nuestras vida estaban entre Mallorca y Valencia. Mi madre no quería estar mucho tiempo en Valencia por mi abuela y eran viajes express, casi siempre la acompañaba yo.
Al principio le dieron una medicación con un tratamiento hormonal, pero su cuerpo no reaccionó bien y terminó ingresada por una neumonía provocada por el propio medicamento. Aún así, le dieron ánimos. Mientras había vida, había esperanza y no había agotado los tratamientos disponibles. A partir de ese momento le pusieron diferentes tipos de quimio, siempre con optimismo, diciendo que no había agotado todas las opciones.
He de decir que la intentaron meter en ensayos clínicos en dos ocasiones. Firmó el papeleo y todo lo correspondiente, pero no llegó a entrar en ninguno porque no terminaba de ser compatible con lo que estudiaban.
Durante ese año el cáncer se mantuvo más o menos estable. Remitió, volvió a atacar, cambiaron la quimio y así. La metástasis seguía en su sitio y, aunque la tenía en piel, ganglios y hueso, no había ido a más. Dentro de lo malo aquello era bueno. No se había extendido al sistema digestivo o a los pulmones y era de agradecer.
Aguantó, hizo toda la vida normal que le dejaba la quimio y vivió ese año con relativamente buena calidad de vida, aunque a épocas seguía yendo a curas. A veces se sentía atrapada por la culpabilidad y no bajaba el ritmo. Seguía haciendo lo que se esperaba de ella y volvía a ponerse por debajo de las necesidades de los demás. No pensó tanto en ella como debería, aunque la psicooncóloga y yo se lo decíamos y se lo repetíamos.
El principio del fin
La atención del IVO fue buena desde el primer momento. Allí le dieron esperanza y, lo más importante, la escucharon. En marzo de 2023 mi madre se cayó. Parecía una caída tonta, sin importancia, las piernas le habían fallado y había terminado en el suelo. Pero el oncólogo escuchó y hubo algo que no le terminó de cuadrar. Pidió una resonancia de urgencia y fue el principio del fin: un carcinoma leptomeningeo. Le siguieron dando quimioterapia y le pusieron radioterapia para intentar pararlo. Nos aconsejaron viajar con barco y evitar el avión por los cambios de presión. Así que a partir de ese momento cogimos el barco.
Verano de 2023 fue el peor de toda mi vida con diferencia. Pensaba que el verano que había muerto mi abuelo fue terrible, pero fue un paseo en comparación a lo de ese año.
Junio. Dos días antes de ir a Valencia por el tratamiento mi madre tuvo un episodio. Estaba rara, un poco en bucle y con las pulsaciones por las nubes. No quiso ir a urgencias por si la dejaban ingresada, quería ir al IVO porque allí se sentía escuchada. La noche antes de coger el barco, entró en bucle. No era ella. Estaba inquieta, muy inquieta y no dejó dormir a nadie. Quería estar conmigo y mi padre le decía que estaba durmiendo, que descansara ella también, pero no le hacía caso.
Por la mañana estaba todavía más inquieta, pero empeoró cuando llegamos al barco. Fueron ocho horas de travesía de auténtica ansiedad. Estaba en bucle, angustiada, no era ella. No paraba de decir que quería ir al IVO, que por favor la ayudáramos, que necesitaba ir al IVO. Por mucho mi padre y yo le explicáramos que estábamos en un barco en camino a Valencia, no lograba entenderlo, no lo asimilaba.
Fueron ocho horas de viaje de auténtica pesadilla. Era frustrante verla así, sin poder hacer nada, en medio del mar y sin personal sanitario a bordo. Cuando estábamos llegando al puerto había una especie de atasco y tardamos más en atracar de lo previsto. Así que fui al mostrador, donde estaba la recepción, y les pedí por favor que llamaran una ambulancia. No sabía qué hacer, estaba preocupada, agotada mentalmente y con unas ganas horrorosas de llorar.
La ambulancia nos recogió y nos llevaron directamente al IVO, donde la dejaron ingresada. Allí ya nos dijeron que lo sentían mucho, pero que no había nada qué hacer. Que podía ser cuestión de días o de meses. El mundo se me cayó encima. Había pasado de estar bien a estar en bucle. La semana anterior había conducido, estaba bien y hasta habíamos discutido por una tontería en el Alcampo.
Durante esa semana pensé que ya estaba, que la perdía. Tuvo un desmayo con convulsiones y allí sí que entré en pánico. Recuerdo salir corriendo al pasillo para buscar a alguien porque no sabía qué hacer y en un momento la habitación se llenó de gente. Esperé fuera con mi padre, llorando a moco tendido, esperando lo peor. Al rato vino la enfermera y nos tranquilizó, estaba bien, estable.
En uno de los viajes en metro a casa de mi abuela, la paterna, me puse a leer y a buscar en internet el tipo de metástasis que tenía mi madre: carcinoma leptomeningeo. Normalmente me leía todos los informes y si había algún palabro que no entendía empezaba a buscar en Google. Pero no sé por que, pero después de la resonancia no busqué lo que era cada cosa. Me había quedado con el dato de que ahora la metástasis estaba en el cerebro y no había ido más allá. Quizás me hubiera preparado más.
El carcinoma leptomeningeo es una metástasis que afecta a las leptomeninges, que son las capas internas de las meninges y tiene muy mal pronóstico. Se diagnostica entre el 5% y 8% de los casos de cáncer, aunque sucede principalmente en los de mama, pulmón o melanoma.
El carcinoma leptomeningeo afecta entre el 5% y el 8% de los casos de cáncer y sin tratamiento la tasa de supervivencia es de entre 4 y 8 semanas.
Así que no sólo había tenido el cáncer raro y minoritario, sino que la última metástasis era rara y jodida, con una supervivencia bajísima. ¿Con tratamiento? Entre 3 y 6 meses. ¿Sin tratamiento? Entre 4 y 8 semanas. Los datos los saco y los saqué de aquí en su momento, entre otras páginas de Google. Para que os hagáis una idea, mi madre estuvo abril, mayo y junio con tratamiento, pero después de la última quimio en Valencia ya no le pusieron más y pasó a paliativos hasta octubre.
Cuando mi madre se estabilizó, el oncólogo nos cogió a mi padre y a mí y nos dijo que si queríamos llevárnosla a Mallorca ese era el momento. Estaba estable y realmente no había forma de prever lo que iba a pasar, al menos a corto plazo.
El viaje de Valencia a Mallorca lo recuerdo tan angustioso como el de ida, pero no porque mi madre estuviera en bucle, sino porque estaba aterrorizada. No dormí esa noche. Me daba miedo que tuviera otra vez un episodio de convulsiones, me sentía desprotegida en medio del mar. Marta, una de mis primas, vino al hospital y me intentó tranquilizar. Me explicó cómo tenía que actuar si le volvía a pasar.
Cuando llegamos nos encontramos con el panorama de que mi abuela se había puesto a llamar a media familiar y a decir que mi madre se estaba muriendo. Y empezaron las visitas cuando lo único que quería era echarme una siesta porque no había dormido una mierda.
El último verano
La rutina de ese verano se basaba en: abrir la puerta a servicios sociales, que aseaban a mi madre, preparar las curas, el desayuno y las pastillas, poner la lavadora, salir un momento a tomar con ellas, ir a la farmacia o al supermercado y preparar algo rápido para comer. La familia cercana, que espero que se sienta identificada, me ayudaba como podía. Me traían tuppers de comida o se quedaban en casa para que yo pudiera salir.
En el IVO le recetaron un poco de todo. Para las náuseas, para el picor, para el dolor, para las convulsiones… Y corticoides, que le ayudaron a volver a ser ella, al menos un poco. Podía hablar con ella otra vez. Durante el primer mes mejoró, parecía que no estaba tan mal como nos habían dicho en el IVO. Se levantaba de la butaca e incluso ayudaba en la cocina. Hablaba, era ella. Supongo que por eso la hostia fue más dura.
Pero la alegría duró poco. Pronto empezaron las visitas del ESAD y también el dolor. Al principio mi madre no quería tomar nada para el dolor, como mucho un paracetamol, pero con el paso de los días empezó a necesitar algo más fuerte. Pasamos por el tramadol y el enantyum, pero se negó en todo momento a tomar morfina. Empezó a costarle respirar y también andar, no podía hacerlo ni con caminadores, a tener alucinaciones, veía a gente que no estaba allí.
Y llegó la pregunta: ¿Quieres que tu madre muera en casa? Había ido a la doctora de atención primaria por el azúcar. Con la cortisona le había subido el azúcar y nos habíamos estado preocupando. Allí, la doctora me cogió y me lo dijo. Si no quería que muriera en casa, era hora de ir al hospital.
Hace dos años, tal día como hoy, estaba en Sant Joan de Déu en Inca, acompañando a mi madre en sus últimos días. Me aferraba a la esperanza, aunque no sé a qué. Sabía que ir al hospital significaba el fin, pero no me esperaba que fuera tan rápido.
También hace dos años empecé a escribir por aquí para intentar exteriorizar lo que sentía.
El 21 por la tarde el médico que estaba de guardia tomó la decisión de empezar con la morfina. No era una posibilidad, era una realidad. He estado mucho tiempo martirizándome por la morfina. Sólo le pusieron una bolsa, que no llegó a terminar. Mi madre no quería eso, no quería que la sedaran, aunque me dijeran que no era una sedación per se, sino para paliar el dolor, lo parecía. Lo único que quería era respetar su voluntad y sus decisiones, aunque en ese punto no fuera ella misma y divagara y no hablara.
Lo último que me dijo fue «au, venga». Fueron las últimas palabras que me soltó, porque cuando empezaron a darle morfina ya no volvió a hablar.
El 21 de septiembre por la noche mi madre se fue. Tenía 56 años. Intentó hacer todo lo que estaba en su mano para estar bien, sana, buscó segundas opiniones y se puso todos los tratamientos que le dieron. Se cuidó. Nunca fumó ni bebió gota de alcohol y comía sano. Tenía menos papeletas, pero aún así le tocó.
Agradezco de todo corazón a los profesionales que hicieron sentir bien a mi madre, que la escucharon y la trataron como una persona. Agradezco la humanidad del IVO y de Sant Joan de Déu. No he vuelto al lugar donde le hacían las curas, no he sido capaz. Seguro que me dejo datos y cosas, pero ahora mismo no llego a más.
Y esto es una forma de contar su historia. No me he visto capaz de escribirla hasta ahora. Durante el primer año pensé que llevaba bien el duelo sin haberlo empezado realmente. No fue hasta finales del 2024 que empecé a sacarlo todo de dentro, porque, como mi madre se había ido y ella era el pilar de la familia, estaba cogiendo su sitio y yo no soy ella. Por mucho que le duela a mi abuela, a mi padre, a mi familia, yo no soy mi madre y nunca lo seré. Ella tampoco quería que lo fuera, quería que fuera yo y que no tomara las mismas decisiones que ella.
Hay muchísimas cosas en las que nos parecemos, más de lo que pensaba. Yendo a terapia me doy cuenta de que hay muchos comportamientos y formas de ver las cosas y de sentirlas que he interiorizado son suyos. Mi psicóloga me dice que cada proceso de duelo es diferente y que no piense en los tiempos porque he empezado tarde y esto no es matemático, sobre todo cuando he pasado por tanto. ¿O acaso hay un tiempo establecido para superar la muerte de una madre?
Me cuesta ir al cementerio y de cada vez me cuesta más y me pesa más. Sé que es parte del proceso y que debería normalizar la situación, pero son muchas cosas y cada cosa a su tiempo. Lo evito para evitar el ataque de ansiedad y las lágrimas. Hay prioridades y estoy segura de que mi madre se alegraría más de verme dando pasos hacia delante que de ir a dejar flores al cementerio. La semana pasada fui porque su padrino murió también de un cáncer. ¿Me costó? Demasiado. Porque volví a revivir muchas cosas. Con la psicóloga he hablado largo y tendido de este tema porque había una parte de culpabilidad que no podía quitarme de encima. De no haber estado más tiempo, de no haber ido al funeral, de no haber ido más veces a visitarlo
¿Estoy bien? A ratos. Y parece que porque voy a terapia y estoy siendo funcional todos mis problemas están solucionados y el duelo más que superado. Que eh, tengo que estar bien, super funcional, todo superado, tengo que poner buena cara y hacerme la fuerte. Cuando he estado demasiado tiempo haciéndome la fuerte y poniendo buena cara a todo.
No avanzo al ritmo que se espera, se ve que estoy mal porque quiero o que utilizo el dolor como excusa. Y bueno, mi respuesta es que una hace lo que puede con lo que tiene. No recomiendo la experiencia de paralizar tu vida durante tres años para estar pendiente de tu madre y ver como va empeorando poco a poco. Me gustaría estar bien del todo, sin pesadillas y sin ataques de ansiedad. También me gustaría que mi madre estuviera viva.
A estas alturas de la vida sigo trabajando en mí, intentando reconstruir mi vida después de haber perdido a la persona más importante del mundo. Estoy intentando salir adelante y dejar de tener la sensación de que «no es para tanto» cuando sí lo es.
He huido del dolor y sigo haciéndolo. No es agradable y cuesta horrores enfrentarse a la realidad, al pensamiento de que ya no está y al salir del piloto automático del que no me he conseguido deshacer.
Poc a poc i bona lletra, supongo.
Au, venga.

