Categoría: Diario de un duelo

  • Lo que viene después

    La última vez que escribí en el blog fue en el hospital, con mi madre al lado. Hoy escribo en el salón de casa medio a oscuras, con una foto de mi madre al lado, sonriendo.

    Hoy se cumplen dos semanas desde que enterramos a mi madre. No me he atrevido a volver a escribir porque no sé qué decir ni sentir ni pensar. Estoy bloqueada y no consigo llorar todo lo que me gustaría. Sigo teniendo esa sensación de irrealidad y de cada día noto más el vacío. Es un cambio muy grande, sobre todo pensando en los últimos cuatro meses. Llevo un tiempo sin tener vida y cuando más se ha acentuado ha sido este verano. He ido a la playa dos días. Dos días en todo el verano. Mis únicas salidas se basaban en ir a tomar un café con las trabajadoras familiares que venían cada mañana, ir a la farmacia, dejar algún paquete de vinted, ir a comprar el pan o al supermecado. Y ya está. Era estar pendiente día y noche entre semana, de día sólo fines de semana.

    Siempre he sabido que mi madre no superaría el cáncer, pero por mucha información que tuviera, sobre todo desde junio, nunca estuve preparada. Me doy cuenta ahora que estuve en negación más de lo que pensaba, con un piloto automático que no era capaz de apagar.

    Durante todo el proceso de la enfermedad de mi madre intenté no pensar en lo que vendría después, porque, a decir verdad, ya vivía con una crisis existencial. Estuve tres años en casa, acompañando a mi madre al médico, a curas, a todo. Tres años en los que prácticamente no viví mi vida. Tres años de paréntesis, de pandemia y de confinamiento, de tener cuidado para no coger el covid y no contagiar a nadie. Tres años de mierda, de pasarlo mal, pero es algo que volvería a hacer.

    ¿Y ahora qué? ¿Qué es lo que viene después? Por ahora es un vacío y una incógnita que me aterra. Es un contrate brutal. He pasado de todo a nada. No sé qué hacer ahora que mi madre ya no está. No lo sé. Durante las últimas dos semanas he intentado estar fuera de casa porque no puedo estar dentro. La veo en cada rincón, veo sus cosas desperdigadas y la situación me supera.

    Se supone que ahora tengo que retomar mi vida, ¿pero qué vida?

    De saber sé muchas cosas, pero a la práctica es otra cosa. Ahora ya estamos en lo que viene después y lo que viene después da miedo.

  • Un poco de morfina

    Un poco de morfina

    Morfina. La palabra en sí ya asusta, por muy normal que sea dentro de los hospitales.

    Hoy ha sido el día de la morfina. Le han puesto este mediodía porque no estaba bien. Le han dado mucha caña esta mañana: Analíticas, cultivos, radiografías y curas. Las curas han sido completas, han limpiado bien todo y han cambiado un poco el protocolo que teníamos en casa. Normalmente nunca se queja cuando estamos en faena, pero ya lleva unos cuantos días teniendo molestias, ya sólo con ver las caras se nota.

    Mi madre siempre ha tenido mucho aguante, sobre todo durante unas curas (a tener en cuenta que entre una cosa y otra lleva tres años yendo a curas por un pecho, por otro o por los dos, pocos meses ha estado sin ir). También hay que ver si esa tolerancia al dolor es porque no le duele tanto como esperamos o porque no quiere quejarse y preocupar al personal.

    La cuestión es que hoy se ha quejado de la cura y también de un malestar general y le han puesto morfina, con el resultado de dormir toda la tarde y estar muy grogui. Me han dicho que era normal, pero aún así me pregunto si no se habrán pasado un poco, sobre todo porque era la primera vez que tomaba.

    Nunca había visto a nadie bajo los efectos de la morfina y he de reconocer que me he asustado. Tengo miedo, es así, porque tampoco ni sabía ni sé todos los efectos que puede producir en mi madre. Grogui es la palabra. Se le cierran los ojos, tiene la mirada más ida de lo normal, la respiración va más lenta y seguro que hay más cosas.

    Ya me han dicho varias veces que «lo importante es que no sufra, que no tenga dolor», pero egoístamente quiero tenerla consciente a mi lado, un poco más, quiero que me hable, aunque desvaríe un poco.

    Todo es una mierda, pero es lo que hay. El «es lo que hay» se ha convertido en un mantra, porque no quiero hablar de injusticias ni caer en el «no hay derecho». Es lo que hay. No es algo que podamos cambiar.

  • Día 1

    Día 1

    Ayer tomamos la decisión de ingresar a mi madre. Después de hablar con la médico de cabecera (un diez de persona y un diez de profesional), que me dio un golpe de realidad. Mi madre es ahora una persona dependiente, ha perdido toda la autonomía que tenía. No puede comer sola, ir al baño o levantarse de la cama para dar un paseo. El martes entró en la fase de estar postrada en la cama porque cualquier movimiento empezaba ya a ser un suplicio.

    Como ayer estaba todo lleno, me han llamado esta mañana para decirnos que había una plaza disponible para ella. Aunque noche tuviéramos un momento de pánico por la indecisión de ir a un sitio a otro. ¿Y si nos dicen el Juan March? ¿O el General? ¿Qué hacemos? ¿Decimos que sí? ¿Esperamos? El azar lo ha decidido.

    Ayer, dándole vueltas (porque por si no lo habéis notado tengo la cabeza a mil) pensaba en que la situación era triste, no sólo por el estado de mi madre, sino también por lo que implicaba que quedara una cama vacía, una persona menos y una familia con una situación como la nuestra. Al tener plaza en el Sant Joan de Déu en Inca quiero pensar que han dado un alta, porque no todos los pacientes son paliativos.

    He de decir que las primeras sensaciones son buenas. El personal ha sido amable y atento y mi madre parece más tranquila.

    No quería tomar esta decisión, pero me daba más miedo la alternativa, el tener que vivir con un pánico constante y con miedo a que le pase algo. Estar en casa, en parte, es comodidad, pero también es incertidumbre. ¿Qué puedo hacer si le falta el aire? ¿Y si se desmaya o convulsiona? Porque aunque no haya pasado, con la evolución de su enfermedad puede pasar perfectamente.

    Parece la decisión lógica, razonable. Lo es. Por mucho que quiera, no puedo con todo. Me gustaría poder hacer más, llegar a más partes, pero no doy abasto. ¿Que me fustigo un poco por ello? Si no lo hiciera no sería yo.

    Así que nada, ahora está en un hospital, estable. Quiero pensar que dentro de lo malo, ella está mejor así. Veremos cómo amanece mañana.

  • Sin dormir

    Así como están las cosas, lo más probable es que esta sea la última noche que duerma con mi madre, al menos en casa. De cada día está peor, más débil y más ida. Ya no hay calidad de vida, ahora ya no. Y por mucho que quiera que esté siempre a mi lado tengo que dejarla ir, porque así no puede vivir. No vive como me gustaría. Por gustar, me gustaría que nunca hubiera tenido cáncer o que por lo menos fuera de los de fácil solución. Pero no. Sé que no me lo tengo que meter en la cabeza, pero le ha tocado todo lo peor. El cáncer de mama, chungo. Las metástasis, chungas.

    A decir verdad no sabemos cómo están las cosas por dentro, sólo cómo está el cerebro. Todo se resume en una palabra: Mal.
    Y aunque lo supiera, no ha sido hasta esta mañana que he sido consciente de esto. Mi madre se va, se apaga y no puedo hacer nada más. He ido tanto tiempo en piloto automático, viviendo esta mínima estabilidad que ha tenido hasta hace poco, que he ido enterrando en mi mente que en algún momento mi madre se iría, que el plazo que nos dieron los doctores de Valencia llegaría. En junio nos dijeron que podía ser cuestión de días, semanas o meses, entre diez días y tres meses. Ese era el plazo. Estamos fuera de plazo. Hoy hace cuatro meses y dos días que nos marchamos de Valencia. Ha pasado un buen verano dentro de lo que cabe. Pisó Mallorca y se recuperó. A lo mejor estos meses han sido este último empujón.

    Mañana me llamarán y miedo me da como se desarrolle el día.

    Ahora poniendo la fecha me he dado cuenta del día que es. 18 de octubre. Queda un mes justo para mi cumpleaños y tiene pinta de que será el primero sin mi madre.

  • El silencio y yo

    El silencio y yo

    Hubo un tiempo en el que anhelaba el silencio. Supongo que por eso me gustó tanto Japón, en medio de una ciudad tan grande y bulliciosa como es Tokyo, había espacios de silencio. ¿El metro? Silencioso, apenas se oían murmullos. ¿En los templos? Se escuchaba el canto de los pájaros, pero también de los coches que pasaban por las cercanías.

    Ahora el silencio me da pavor. Me paso las noches prestando atención a los sonidos que hace mi madre al respirar. Si no escucho nada, me despierto rápidamente, aunque sólo sea porque su respiración es más pausada. Los silencios me dan miedo, porque quiera o no, quiera verlo o no, quieren decir algo.